Las primeras fiestas de carnaval datan de 4.000 años atrás, en Babilonia. Con motivo de la veneración de su dios, Marduk, fundador de la ciudad. En su santuario, al inicio de cada primavera, las celebraciones duraban cinco días. La autoridad babilónica era subvertida. Los sirvientes daban órdenes a sus amos. Se incumplían leyes, se ridiculizaba a la justicia. Un reo, convertido en rey, podía disfrutar de ricas prendas y manjares, pero el quinto día, era ejecutado.
Los carnavales reaparecen con las Saturnales romanas, dedicadas al dios Saturno. Se celebraban el día de la consagración de su templo, el 17 de diciembre, concluida la siembra de invierno y duraban siete días. Toda la familia, incluso los esclavos, dejaban los trabajos cotidianos, para darse a los banquetes, regalos…
Todo lo prohibido se permitía, las barreras sociales desaparecían. Un esclavo podía decir a su señor verdades incómodas. Las leyes y los cargos públicos eran caricaturizados. Los soldados se disfrazaban con ropas de mujer y hablaban en voz falsete. El pueblo elegía al rey de los bufones que daba órdenes irracionales incitando a la bebida, al baile desenfrenado y todo tipo de placeres. Al final del festejo, era ejecutado. Sacerdotes y obispos cristianos se opusieron a las Saturnales.
Pese a sus críticas, la iglesia católica también participó de estas fiestas, especialmente en Francia. Clérigos inferiores y menos instruidos practicaban todo tipo de obscenidades. Elegían al obispo de los bufones. En la “misa cantada” participaban con las caras tiznadas y más ridículas. Mujeres y sacerdotes disfrazados de bailarines danzaban y coreaban canciones burlescas. Otros jugaban a las cartas o los dados ante el sacerdote que pronunciaba la misa. Concluida ésta, muchos bailaban desnudos en el lugar sagrado. Fuera del templo, salían en comitiva subidos a viejas carretas, llenas de basura, que lanzaban al populacho. Muchos eclesiásticos intelectuales lo aceptaban como válvula de escape que debía abrirse de vez en cuando.
En Alemania existía, desde 1439, el “Honorable Tribunal de las Máscaras”. Una vez al año, el pueblo lo instauraba. Podía imponer a cualquier forastero un castigo y decirle hasta la verdad más descarnada. La justicia social que se intentaba implementar era la contrapartida del poder opresivo, de la burguesía sobre el campesino. Era un instrumento de control de los más poderosos, bajo el anonimato del bufón enmascarado.
En los desfiles del carnaval del Renacimiento se representaban motivos de la antigüedad clásica, como Neptuno entronizado en un barco o Baco llevando encadenadas a las bacantes. Después con el Barroco, la nobleza prefería las escenas bucólicas con pastoras y pastores, cazadores, gitanas y jardineros.
En España, durante el reinado de los Reyes Católicos ya era costumbre disfrazarse en determinados días con el fin de gastar bromas en los lugares públicos. Más tarde, en 1523, Carlos I dictó una ley prohibiendo las máscaras y enmascarados. Del mismo modo, Felipe II también llevó a cabo una prohibición sobre máscaras. Fue Felipe IV, quien restauró el esplendor de las máscaras de carnaval.
La palabra “carnaval” fue acuñada en Europa, a fines del siglo XV. Etimológicamente derivaba del italiano carnevale (carne + levare: quitar la carne), aludiendo al comienzo del ayuno de la Cuaresma, 46 días desde el miércoles de ceniza conmemorando el ayuno de Jesucristo en el desierto.
Los carnavales no sólo fueron divertimentos folclóricos, también abrieron el camino a la crítica política. Hoy se pueden escuchar críticas políticas y sociales, entonadas por murgas y chirigotas, que con un humor ácido, divierten y advierten acerca de realidades, que muchas veces, ni con máscaras ni disfraces, se pueden ocultar… Sólo hay que acercarse a Cádiz por carnavales para comprobarlo en primera persona.